miércoles, julio 26, 2006

13.- Confinados

El hangar no era otra cosa que un enorme invernadero. Por cada rincón crecían decenas de lirios y amapolas. Un señor bajito, con bigote blanco y guantes de jardinero apelmazaba tierra en un pequeño tiesto.
–¿Te gustan las amapolas blancas o rojas?
Tock se acercó, un tanto desconcertado.
–Azules –contestó en un impulso, sin salir del asombro–. ¿Es usted... Axis?
–Sujeta esto –le tendió el tiesto con una mano mientras limpiaba la base con la otra–. No hay amapolas azules. ¿Y a qué se deben esas miradas?
–No es nada. Le esperaba... diferente.
–Bueno, todos lo somos ¿no es así? –exclamó riendo–. Tú debes ser el que ha perdido a la novia.
Tock se encendió de gozo al escuchar aquellas palabras. Al fin alguien le entendía.
–¿Sabe dónde está?¿La han raptado?
El viejo tomó asiento en el borde de una jardinera y se quitó los guantes.
–Verás, hijo. Esto es difícil de explicar. Y aún más de entender.
Tock sintió que su miedo y su curiosidad crecían por momentos.
–El Valle –continuó Axis– ha sido durante años el centro del mundo. El germen del progreso, la tecnología y la evolución del hombre hacia la perfección absoluta. Esa evolución se ha devorado a sí misma.
–¿Se está refiriendo a la corrupción?
–No. La corrupción fue erradicada hace años, junto a cualquier tipo de delincuencia. De hecho, el problema surge cuando los métodos aplicados sobrepasan los límites determinados por el estado de derecho.
–¿Métodos?
–¿Has oído hablar alguna vez del Vórtice?.
–Creo que sí. Es como una cárcel. Un lugar de rehabilitación de reclusos.
–El Vórtice es la obra cumbre de nuestra tecnología. El condenado no sufre, y tampoco sus allegados. El devenir de los acontecimientos no se altera. No es un lugar físico, Tock.
–Temo que no le entiendo.
–Ya te lo dije.
Le entregó una pequeña flor. Una amapola. Era azul.
–Guárdala para cuando recuperes a tu chica.
–Dijo que no existían.
–Y sin embargo sabías que las cultivaba.
–¿He... estado antes aquí?
–Quizás cientos de veces. Así funciona el Vórtice.
Tock se estremeció. Comenzaba a comprender.
–¿Quiere decir que los reclusos reviven una y otra vez un preciso instante? ¿Están... encerrados?
–La palabra correcta es confinados.

martes, julio 04, 2006

12.- Neurostat

–¿Espera para ver a Axis?
Tock, sentado en una banqueta, junto a la entrada de un viejo hangar, no supo qué contestar. Miró a su alrededor. Estaba sólo y no quedaba rastro de la gasolinera.
–No sé qué decir. No sé por qué estoy aquí.
–Entonces es que está esperando a Axis –contestó la chica–. Deberá esperar su turno.
–Viene conmigo –una voz surgió de sus espaldas. No recordaba haber visto aquella anciana antes. Ella le guiñó un ojo y él sonrió–, puede entrar antes que yo, si así lo desea.
La chica tomó nota en un papel y desapareció tras la puerta de un despacho.
–¿La conozco?
–Puedes llamarme señora Nob. Soy una neurostat. Y me parece que tú también.
–Me parece que se confunde. Yo no soy nada de eso.
–Desde luego que lo eres chico. De otra manera no podrías estar aquí.

jueves, marzo 23, 2006

11.- El surtidor

–Aquí es.
Tock creyó que se trataba de una burla. Estaban en las afueras de la urbe. Un surtidor de gasolina sobre una vasta extensión de tierra baldía. Le invitó a entrar en la oficina, un cubículo sucio de apenas dos metros de largo y ancho.
Dentro no le esperaba ninguna sorpresa. Tras el mostrador sonaba una minúscula radio, pero nadie atendía. Se giró para preguntar al mendigo, que había desaparecido. Se asomó al exterior y una voz sonó a su espalda.
–Qué desea, señor Zemer.
Tock se acercó, sorprendido. Un hombre completamente calvo le sonreía tras el mostrador, tumbado sobre un sillón, con un ojo medio cerrado.
–¿Sabe mi nombre?
–Es el que consta en esta tarjeta.
Le tendió una tarjeta de crédito que Tock no recordaba haber visto en su vida. Sin embargo el titular era él. La tomó y acabó en su bolsillo. El señor calvo le preguntó de nuevo qué deseaba mientras frotaba contra el delantal las manos impregnadas de gasolina.
–He venido aquí buscando algo. Hace unos minutos sabía el qué, pero lo he olvidado completamente.
–No se preocupe. Pronto lo sabremos. Póngase esto.
Le tendió una extraña prenda. Tock no tardó en descubrir que era un pasamontañas sin agujeros para ojos u oídos. Asombrándose de su exceso de confianza, se lo colocó en la cabeza.
–Siento mi inoportuna visita. Quizá dormía la siesta.
–Descuide –dijo mientras tiraba de su brazo–, en realidad llevo mucho tiempo esperándole.

lunes, enero 23, 2006

10.- Lodo y polvo

La señora Nob apagó los rescoldos de la chimenea, barrió el suelo, recogió los platos y ordenó la despensa. Luego afeitó la barba al señor Nob y desenredó su largo pelo. Él permaneció sentado en su butaca, como todas las tardes, observando el horizonte a través de la minúscula ventana. La lluvia había cesado y el sol cruzaba la cabaña para iluminar el rostro del viejo.
Sabía que él jamás le habría deseado una sola lágrima, así que respetó su decisión y se resignó con entereza. Preparó una pequeña maleta con cuatro mudas y abandonó la cabaña.
Antes de partir ojeó el interior desde la ventana. Le sonrió, y él pareció corresponderle. Viejo testarudo, le dijo, al final te saliste con la tuya.
Caminó durante varias horas en dirección a la ciudad. Bajo sus pies el lodo se convirtió en polvo. Al cerrar los ojos recordaba el rostro de su marido, y todavía le veía sonreír. Se sintió muy feliz y apretó el paso.

miércoles, diciembre 28, 2005

9.- Moneda

–Eh, tenga cuidado.
Tock, cegado de indignación, asaltaba la quinta ventanilla del día. Una comisaría del extrarradio con el portal recosido de pintadas. La calle estaba regada de mendigos, que pedían dinero tumbados en la acera.
–Eh. Mi moneda.
Tock había golpeado sin intención el plato de un mendigo, cuya única moneda había salido disparada. El joven apenas le hizo caso y entró en comisaría.
Allí no supieron darle respuesta. La historia se repetía. Su condición de extranjero le mantenía atado de pies y manos, y en cada una de las ventanillas le remitían a la embajada. Pero, que Tock supiera, las autoridades extranjeras habían abandonado la ciudad hacía meses. En El Valle no quedaban embajadas.
Al salir de la comisaría, el indigente continuaba gateando por el suelo en busca de su moneda, maldiciendo entre dientes. Tock le prestó atención. Tenía una barba gris poco aseada y las ropas llenas de andrajos. Descubrió entonces la dificultad de encontrar su moneda. Aquel hombre era ciego.
–Lo siento. No le había visto.
–Yo tampoco le he visto, joven estúpido, y no por ello le he arrebatado su dinero.
–No es necesario que me insulte. Ya le ayudo.
–No necesito su ayuda. En unos momentos recuperaré mi moneda. Usted, sin embargo, no recuperará a quien ha perdido.
Tock se sobresaltó ante el comentario del ciego.
–¿Cómo sabe usted lo que busco?
–Todos buscan a alguien –contestó sin dejar de husmear el suelo–. Pero lo suyo es peor. Ya no sabe ni a quien busca.
Tock quedó desconcertado. Aquel pobre hombre había perdido el juicio. Tock abrió la boca para pronunciar el nombre de su amada. Se dispuso a articular el primer fonema, pero dudó.
–No lo sabe –dijo el mendigo–, se lo he dicho.
Tock contempló con horror que aquel hombre tenía razón. No recordaba a su prometida. Su mente retenía la figura a trazos, pero no acertaba a evocar su nombre o el color de su pelo.
–Ella se va. Y usted no puede hacer nada. Al menos solo.
–Ayúdeme a encontrarla –dijo Tock poniendo una moneda sobre la mano del ciego.
Tras unos momentos de silencio el ciego cerró el puño y se levantó sobre sus piernas.
–No le puedo ayudar a encontrarla, pero sí a recordarla. Y normalmente acierto –dijo mostrando una amplia sonrisa–. Ya le dije que en unos momentos recuperaría mi moneda.

viernes, diciembre 09, 2005

8.- La huida

–Primero fue la comunidad internacional. Jugaron a ser dioses y actuaron contra natura. Su propia tecnología se volvió contra ellos y quedaron reducidos a cenizas.
Recard depositaba sobre la mesa cada módulo de su equipo y cada una de sus palabras. Éstas últimas con más pereza, quizá les tenía más cariño.
–Relájese, cabo.
–Luego El Valle se aisló, conservando su prosperidad como un animal salvaje. Hicimos sacrificios que merecieron la pena. Sobrevivimos.
La mesa del sargento era un jardín de artefactos y ropas. El militar no se inmutaba ante las palabras de Recard.
–Esto no es necesario.
–El Valle alcanzó la cúspide para luego caer en el abismo. También se le indigestó la vorágine tecnológica.
Recard se quedó en uniforme. Entregó la tarjeta militar al superior, quien la tomó sin temor, pero también sin convicción.
–Se contradice, cabo –el militar se recostó en su sillón, expandiendo una sonrisa–. Para dejar esta vida también debe dejar el arma.
Recard dejó de encañonar la cabeza del sargento. Depositó el arma sobre la mesa y, tras comprender la mirada del superior, le dio la espalda sin vacilar.
–Le daré caza.
–Seguro –contestó mientras abandonaba la sala–, pero hoy no.

domingo, noviembre 27, 2005

7.- Tazas

–¿Cómo lo has sabido?
El señor Nob fumaba en pipa, observaba la chimenea y escuchaba la lluvia. La señora Nob ignoró la pregunta y preparó té. Pasados unos minutos habló, azorada por el silencio.
–De alguna manera siempre lo he sabido, no sabría explicarte cómo –depositó dos tazas en la mesa y vertió el líquido en ellas–. Me ha pasado las otras veces.
–Aquellas veces ya pagamos nuestras deudas. Vinimos al bosque porque decías que era un sitio seguro. Nadie nos volvería a molestar. Debías haber sabido que ellos venían.
–Si supiera anticiparme a los hechos, ellos ya me habrían localizado hace años.
–¿Para confinarte?
–No –respondió apurando el último sorbo de té–. Para darme muerte.